28.3.06

Muertos y memorias

Abril 2, 2004.


La tragicomedia mexicana (como la llamó José Agustín) hoy llega a los niveles de la peor telenovela con el más lamentable de los guionistas. Y precisamente el guión lo escribe una izquierda que debería de ser ejemplar. Ello no me asusta aunque no deje de lastimarme: es la vía picaresca de nuestra intransferible transición hacia la democracia. No hay mucho que decir porque es demasiado ya lo que se dice. Pero hay muertos y memorias que deben compartirse y, por ellos, esta entrega será más necrológica que tragicómica.
Gustavo Muñoz, un actor joven, de treinta y tantos años, se nos murió en un momento suyo especialmente fecundo. Si en este país tuviéramos de verdad estaciones podría decirse que no esperó la primavera y se fue en la primera semana de marzo, al final del invierno. No deja de ser mágico el juego del solsticio y el equinoccio, porque él estaba profesionalmente en la plenitud de su propio estío. Tuve la suerte de conocerlo muy al inicio de su carrera y tuve la suerte de aplaudirlo en Esperando a Godot, seguramente su último trabajo.
Con la angustia beckettiana espoleada por mi propia claustrofobia, en la asfixia de verdad, fui poseído por el azoro vital del Estragón que poseía a Gustavo Muñoz. Sí. Ahí comprobé una vez más que mimesis es posesión (aunque la traduzcan por imitación los ilustrados). Y catarsis fue parto en esa puesta impecable de Agustín Meza, con Harif Ovalle poseído a su vez por Vladimir. Esa puesta de Esperando a Godot alcanzó más de un año de representaciones, sin demasiado ruido, sin el bombo y platillo de los grandes nombres, a lomo de buen teatro, como debe de ser, como ritual de paso. Guardo y comparto dos imágenes de Gustavo: quien se abre hacia el teatro y quien se abre a Godot.
Mientras tanto, en el otro lado del mundo se nos murió Peter Ustinov. Enorme actor viejo, gran director y dramaturgo. Un viejo lobo de las tablas, de esos maestros de las artes escénicas que son como se debe. Aunque también se fue, se queda, al igual que Gustavo, con muchos de nosotros.
No lo conocí nunca personalmente ni lo vi en teatro, pero es una de las imágenes que me han acompañado siempre. Desde la comedia más ligera hasta la profundidad de su versión cinematográfica de la novela cumbre de Herman Melville: Billy Budd. Peter Ustinov, el capitán injusto a fuerza de ser “justo” que ordena la crucifixión de un cordero pascual sin mácula (Terence Stamp en toda la amplitud de la palabra bello). Y, para mayor dolor, el cordero muere perdonando. En nada se parecían físicamente, pero cuando releo a Melville (es uno de esos clásicos a los que se vuelve y se vuelve) se incorpora Ustinov a la charla que sostengo con el genio. Tenía razón Quevedo: leer es hablar con los muertos, y casi siempre la charla abarca a muchos más que a los autores de los libros.
A Nancy Cárdenas la conocí en el primer lustro de los 60. Tiempos de ratón asustado, humillado, cuando acababa de salir para enfrentar un mundo diseñado en mi contra. Desde entonces su valor, su cordialidad, su solidaridad me han sido indispensables. Se cumplen diez años de su muerte.
Mi primer esbozo dramático ella lo transmitió por Radio Universidad con las voces de dos magníficos actores que seguramente hoy lo han olvidado. Yo también me habría olvidado si no fuera porque recuerdo a Nancy. Como recuerdo Los efectos de los rayos gama sobre las caléndulas, aquí y en Madrid (¿te acuerdas Luisa Huertas?), y como recuerdo que se cumplen 30 años del estreno de Los chicos de la banda, esa obra que montó Nancy Cárdenas tras vencer la censura cerril de aquellos años en que el garrote controlaba todo. La obra no me gustaba y lo discutí con ella, pero Monsiváis me convenció de que lo importante era la visibilidad de la minoría homosexual. Tenía razón: Los chicos de banda fue un momento esencial para el movimiento gay y para el teatro en México.
A Bernard-Marie Koltés me lo trae a la memoria Héctor Eguía, actor de verdad y que vive en los fríos de Estocolmo. Esta primavera se va a Grecia, y se va a montar el monólogo fundacional de Koltés, el de hace ya 27 años, hoy dolorosamente actual: el extranjero en la vieja Europa. Koltés vivió desde su marginación la extranjería y entendió el odio al enemigo, al que se huele desde lejos, como los perros.
Tras el atentado en Madrid, la espiral de violencia se vuelve especialmente dolorosa y brutalmente comprensible. Sólo tras reconocer los occidentales nuestras deudas podremos recomenzar la historia. De otra forma la guerra, desde las alcantarillas hasta la punta de los rascacielos, acabará con toda humanidad aunque subsistan hombres.
A Grecia, cuna de la civilización, hoy es puente al que va Héctor Eguía, un extranjero, para encarnar a otro. Escribe: “Me hace mucha ilusión viajar a Grecia y hacer teatro ahí. Es como el viaje obligado a La Meca. Como adoro a Dionisos viajo a donde empezó este arte que me apasiona y me mantiene vivo...”