28.3.06

Pequeños mundos

Cuando uno se muda remueve sueños, organiza olvidados aquelarres, conversa de la vida con los muertos y, así como abre cajas de Pandora, llena de dulces sensaciones la memoria.
La Dirección de Literatura de Difusión Cultural de la UNAM me acaba de publicar un poemario, Paredes con espejos, que data del final de milenio; pero de algún modo podría referirse a mi actual cambio de ciudad, porque, cuando uno se muda, cambia de paredes sus espejos.
Me queda el miedo antiguo a que mi Aleph se quede arrumbado en lo más recóndito de algún desván. Sueño la imagen de mi Aleph y los mundos visitados en su mínimo espacio vuelven a hablar conmigo y a reírse de mí; y se adueñan de mi memoria de largo plazo, al tiempo que vuelven ridículas mis amnesias de corto plazo.
Aunque momentáneamente no recuerde un nombre que corresponde a un rostro visitado mil veces durante los últimos 10 años, sí recuerdo un brillo, un olor o alguna historia que me trajo el Aleph cuando lo encontré porque sí, sin saber cómo y lo vi boquiabierto por vez primera.
Cuando leí El Aleph de Borges no me sorprendió demasiado porque algo así, sin nombre y en un lugar distinto, ya lo había visto yo desde la infancia.
Verlo no es bueno ni es malo, simplemente es. No es ningún honor ni da para enorgullecerse el haber visto el Aleph desde muy niño. Es sólo una cuestión gremial: los artistas hemos visto el Aleph. Así de simple.
Lo peligroso es que existen otros que nunca lo han visto, porque no son artistas, aunque quieran serlo; y algunos de entre éstos se dedican a ser maestros de arte y a convencer a los artistas de que el Aleph que han visto no sirve para nada, porque no es científicamente comprobable ni (en el caso del teatro) sirve para hacer el psicoanálisis del personaje, ni conocer su lugar sociológico en el espacio, ni permite crear imágenes a sus costillas aunque nada tengan que ver con el pobre personaje que se resiste y, al fin de cuentas, vencido se entrega a sus verdugos.
Decía Borges que se había basado en El huevo de cristal de H. G. Wells. No lo sé. Yo no conozco ese texto de Wells, pero un huevo de cristal iluminado me da mucho más la imagen de mi Aleph que las explicaciones arqueológicas de Borges. El era híperculto, yo semianalfabeta.
Pero cuando nada humano te es ajeno, lo ves, aunque no hayas leído demasiado ni con rigor científico. Cuando cruzan a tu lado los fantasmas y no te avergüenzas de soñar, ni de reconvertir tu nombre en otros muchos, de reinventar, de jugar al teatrito con las sábanas de tu cama de niño, puedes ver el Aleph.
No hablaría de esto aquí, por ser demasiado personal, si no fuera porque hay en todo ello una lección para alimentar mi Pánico escénico: la diversidad del Aleph habla de la diversidad que debería haber en los maestros de teatro. Pero no la hay.
En lugar de narrarnos los unos a los otros las luces de la clepsidra de nuestro Aleph, son demasiados ya quienes niegan su existencia o, también, quienes le perdieron la fe en algún curso propedéutico de cualquier escuela y sólo encuentran posible ser discípulos de mengano o de zutano.
Llegamos así a uno de los grandes problemas de la enseñanza del teatro en México, el momento terrible en el cual los jóvenes deben negarse a sí mismos para entregarse sin condiciones a maestros que nunca han visto el Aleph o lo desprecian aunque lo sigan viendo; pero aseguran a la filiación a un Supremo Pontífice de alguna Iglesia teatral.
Como los críticos alimentan esta teología dogmática e insisten una y otra vez en que con los tres grandes, esto es, los maestros Mendoza, Tavira y Margules, termina el teatro mexicano, los niños y las niñas entregan no sólo su virginidad escénica sino también la memoria de los sitios que les entregó su Aleph. Y se vuelven tristes. No se vuelven grandes actores o actrices, pero sí se vuelven tristes.
Las y los que son grandes actores ya lo eran desde antes de ir a la piedra sacrificial y algo queda del brillo de su Aleph que trasciende hasta el público, aunque sean tristes.
Indiscutiblemente, los maestros Mendoza, Tavira y Margules han sido tres grandes, pero sus iglesias son un peligro. Los he admirado y he dado testimonio de ello; pero si yo, que soy católico, denuncio como una salvajada aquello de "fuera de la Iglesia no hay salvación", imagínense si voy a aceptar que "fuera de Mendoza no hay salvación".
Tengo a orgullo no haber deseado fundar iglesia: sólo he participado lo que he visto en mi Aleph, y he acompañado respetuosamente a mis alumnos mientras me narran sus propias visiones. Así, entre todos, hemos podido construir pequeños mundos. No grandes métodos, sólo pequeños mundos. Y ya.
Tras recordar el magisterio de Borges, quiero cerrar estas notas con un texto para sus obras completas que debería ser aspiración de todo artista: "Felizmente, no nos debemos a una sola tradición; podemos aspirar a todas. Mis limitaciones personales y mi curiosidad dejan aquí su testimonio".