29.3.06

No nos queda tan lejano el Siglo de Oro

Junio 11, 2004.
No nos queda tan lejano el Siglo de Oro como muchos de nuestros manuales lo hacen parecer. Al contrario. Está mucho más cerca de nosotros que una buena parte de la producción teatral contemporánea que como llega se va, sin pena ni gloria, sin huella y sin sustento.
El teatro de los Siglos de Oro (ese que se abre en España con el judaizante Fernando de Rojas y su Celestina para cerrarse en México con El divino Narciso y su Loa de nuestra subversiva monja Sor Juana Inés de la Cruz) no es un lujo para exquisitos ni un aburrido requisito para estudiantes de secundaria. Es un hecho vivo, es un discurso que, a través de los siglos, ha resonado para divertir, para criticar y para conmover en esos espacios del alma colectiva que tanto interesaron, por ejemplo, a Jung.
No creo que a los jóvenes de hoy sólo les interese un presente inmediato sin raíces, que nace y muere en el aparato televisor. No creo tampoco que nuestra alternativa en los escenarios a ese mundo de imágenes acríticas sea tan sólo una emoción inmediata, perfecta y directamente reconocible. En demasiados casos una emoción teatral de este tipo sólo repite el folletín telenovelesco, aunque sin sus recursos, o chapotea en lo ridículo al fallar en su intento de llegar a lo sublime.
Discrepo, pues, de esa opinión sostenida inclusive por maestros respetables que manda el teatro del Siglo de Oro al polvo de los museos. Creo que debemos recuperar la respiración (fundamento del teatro al marcar el ritmo del texto, la dirección, la actuación, la música y la escenografía) en nuestra propia lengua, para salvarnos de las deficiencias rítmicas tan comunes en nuestro escenarios, en mucho debidas al monosílabo inglés de imposible traducción.
Pero, sobre todo, creo que es indispensable reconocernos en esas ambigüedades y contradicciones de los Siglos de Oro, justamente para intentar un teatro verdaderamente innovador, sea en nuestra lengua o sea en cualquier otra occidental, como lo entendieron en su momento Racine y Molière, Goethe y Schiller, por señalar solamente cuatro autores de tan sólo dos países y dos concepciones diversas tanto estéticas cuanto políticas.
Uno de los grandes poetas norteamericanos del siglo XX, Thomas Merton, ofrece una imagen clara y simple para demostrar cómo se debe acudir a la propia historia para manejarse o, al menos, para entenderse, en el futuro. En un coche, propone Merton, sólo se puede ir sin peligro cuando la imagen en el espejo retrovisor es tan clara y nítida como la imagen al frente. Sin esta conexión constante entre pasado y futuro, el conductor se estrella.
Así de simple: en la realidad y en la ficción, el ser humano se estrella cuando vive en una inmediatez desenraizada.
Me alegra, pues, encontrar ecos de la picaresca en el II Encuentro de Jóvenes Cabareteros Generación XXX que se inicia este mismo viernes en el Teatro Bar El Hábito, un espacio mucho más cercano a las burlas veras de Lope de Rueda y de su discípulo Miguel de Cervantes que a los psicoanálisis azotados del Actors’s Studio. El encuentro lo abren Las Reinas Chulas (Ana Francis Mor, Nora Huerta, Marisol Gasé y Cecilia Sotres) con El Código Shakespeare. Es lógico que una generación educada casi por completo en inglés (entre Macbeth y MacDonalds hay poca diferencia para el oído) acuda a Shakespeare (que bien podría confundirse con algún burger pack), pero podría haber acudido a los Siglos de Oro para dar “respuesta a enigmas de todo tipo: desde el futuro de una persona hasta el destino del País”, como declararon a Reforma.
La cercanía con su historia la ha entendido perfectamente el teatro italiano y ahí está Dario Fo. Ahí está también su Manual mínimo del actor.
Estoy cierto de que, para construir el teatro del Siglo XXI, deberemos trabajar en clave de Fo. Llevamos demasiado tiempo haciéndolo en clave de Freud.
Cervantes, en Pedro de Urdemalas, dice a los actores (llamados entonces farsantes), verdades aún válidas envueltas en el juego maravilloso de su lenguaje: “Sí todos los requisitos / que un farsante ha de tener / para serlo, que han de ser / tan raros como infinitos. / De gran memoria, primero; / segundo de suelta lengua / y que no padezca mengua / de galas es lo tercero. / Buen talle no le perdono, / si es que ha de hacer los galanes; / no afectado en ademanes, / ni ha de recitar con tono, / con descuido cuidadoso, / grave, anciano, joven presto, / enamorado compuesto, / con rabia si está celoso. / Ha de recitar de modo, / con tanta industria y cordura, / que se vuelva en la figura / que hace de todo en todo. / A los versos ha de dar / valor con su lengua experta, / y a la fábula que es muerta / ha de hacer resucitar. / Ha de sacar con espanto / las lágrimas de la risa, / y hacer que vuelvan con prisa / otra vez al triste llanto. / Ha de hacer que aquel semblante / que él mostrare, todo oyente / lo muestre y ser excelente / si hace aquesto el recitante.”