5.4.06

La explosión del Tercer Mundo

Noviembre 18, 2005.

Lo que ocurre en los suburbios de París, otras ciudades de Francia y que ya se ha extendido a varios países europeos, es una cuestión de alcantarillas. El Tercer Mundo emerge por las alcantarillas del Primero en estallidos cada vez más violentos. Es un fenómeno físico que tras quinientos años de conquistas y saqueos se volverá imparable si el Primer Mundo no se detiene a reflexionar y a reinventar, si no la historia, al menos eso que llamamos la economía global.
La globalización, contradiciendo su nombre, reforzó las fronteras, pero ya nadie puede evitar que, aun cuando sea por ósmosis, los desheredados de la tierra se metan en las mismas venas de las grandes potencias. Ya no hay forma de mantenerlos confinados en espacios previamente saqueados hasta lo inconcebible.
Esos fenómenos del subdesarrollo que se veían, si acaso, con misericordia o, en la mayor parte de los casos, con absoluta desinterés, ya entraron sin ser invitados y sin pedir permiso. Y esto no podrá resolverse con la mano dura al estilo Giulani (por más que por ella haya apostado hasta la “izquierda” de López Obrador), ni con las patrullas ciudadanas “cazando” indocumentados en la frontera sur de los Estados Unidos, ni con la inmediata deportación de la “escoria” que crece en banlieus como quiere la derecha francesa (hoy feliz porque espera la subida de sus bonos electorales), ni los skean heads, ni el resurgimiento de todos los fascismos.
Desde luego es también un problema de racismo. Pero ese el mismo racismo que aquí se ha aplicado contra el indio, y que ha llevado el genocidio hasta la extinción de etnias enteras. El mismo de los yankees contra los niggers. Pero ya no es sólo un problema que la confinación dentro de los márgenes del analfabetismo y la vergüenza pueda controlar. Esto se ha convertido también en lucha de clases como dijeran los anarquistas, los socialdemócratas y los comunistas tras la masacre de la Comuna de París. Siempre París, la ciudad que ilumina incluso los desastres.
Pero, con todo y su componente racista, no es un choque de civilizaciones como quisiera Huntington. Un choque de civilizaciones que justifique la Cruzada de Bush contra un Islam que ataca. Los imanes en Francia han lanzado una fatwa contra la violencia, pero los jóvenes desempleados de los suburbios no les hacen caso, aunque sean musulmanes. En un artículo de Walter Laqueur, publicado en La Vanguardia de Barcelona, leí en estos días: “el mensaje de la elite musulmana no ha alcanzado el núcleo de la gente joven; acaso, más probablemente, lo que pasa es que nunca les ha importado menos lo que pueda pensar gente como abogados y empresarios... Como dijo el padre de un joven alborotador en un barrio periférico de París, "cuando le rogué a mi hijo que no se uniera a los revoltosos, me amenazó con un cuchillo".”
Y la violencia contra la violencia no detendrá nada, aun cuando siguiéramos la irónica salida de Swift que yo me atreví a utilizar en Matar chavitos, una obra que me dolió muchísimo escribir por que la ironía suele morder.
Tenemos la profecía del último Nobel, Harold Pinter, en su Tiempo de fiesta. Desde mi lectura de la obra, lo mejor de Occidente se llamaba Jimmy y algún día, muy próximo, comenzará a decirse: “Tuve un nombre, me llamaba Jimmy. La gente me llamaba Jimmy. Ese era mi nombre. A veces oigo cosas. Luego hay silencio. Cuando todo está en silencio escucho mi corazón. Cuando llegan los ruidos terribles no oigo nada... Luego regresa el silencio. Escucho el latir de un corazón... Probablemente sea el latido del corazón de otra persona. ¿Qué soy yo?”
Del otro lado, en su obra quizás más entrañable, La noche justo antes de los bosques (1977), ese poeta maldito que fue Bernard-Marie Koltès nos habla de la rabia de un oprimido que empieza a tener “ideas” en su cotidiana pesadilla. “Mi idea de un sindicato internacional, y entonces todo será nuestro, los cafés, la calle, las pinches viejas, los niños ricos y sus armas, la tierra entera y también el cielo, y entonces les tocará disfrutar a las ratas, compañero, habrá llegado nuestro turno, y a mí, el ejecutor, me habrá llegado la hora de agarrarme a golpes y buscaré por todas partes, dónde están ahora aquellos que me vomitaban encima”.
En mis tiempos decíamos con Rimbaud: “debemos cambiar la vida”. Hoy me dicen que eso suena anticuado, cursi y, sobre todo, ineficaz. Tienen razón en lo último: hay que traducir el poema en un cambio de relaciones económicas (desde las deudas históricas, que son las olvidadas, hasta las deudas artificiales, que son las que desangran). Pero no hay otra salida. Debemos cambiar la vida para vernos como hermanos y no como explotadores. O esperar pacientemente a que se metan en nuestras casas para matarnos y destruirlo todo, sin importar que estemos pertrechados hasta los dientes. Sea en París, sea en Berlín, sea en la Ciudad de México, o sea incluso en Mérida.