5.4.06

Margules, el combatiente

Junio 17, 2005.

Una característica del genio radica en que se siente obligado a cumplir con una misión. No escoge cumplirla: debe hacerlo. Por lo tanto, no trabaja: lucha. No se gana la vida: la arriesga hasta el máximo. No importa que ignore el sentido último de su lucha o, inclusive, que dude de un sentido en su lucha: es sólo un combatiente.
En este sentido, puedo afirmar sin duda que Ludwik Margules es un genio, y que en el teatro mexicano no abundan los guerreros de su clase.
Aunque suele usarse la palabra “genio” como un elogio más o menos cordial, yo quiero emplearla en estas notas (a propósito de sus Memorias, recogidas de conversaciones con Rodolfo Obregón) como una categoría estética que nos refiere al frenesí del poseído por la divinidad, que describiera Platón. Ese poseído al que, tras describirlo con tanto conocimiento de causa, el mismo Platón expulsara de su República porque el genio siempre resulta incómodo.
Yo suelo usar poco el concepto porque me satisface altamente el de trabajador del arte, en el sentido del hombre que ha recibido el regalo de objetivarse en su propia creación y la misión de transformar la realidad con los distintos rostros de la belleza. Quien todavía recuerde a Marx escuchará algún eco de sus Tesis sobre Feuerbach en mi definición anterior, sólo que yo juego con los contrarios, entre la metafísica de una fe que transforma la realidad más allá de los límites del sueño y la obligación insalvable de un compromiso transformador con la realidad concreta.
Así, el frenesí del creador poseído por la voz de sus divinidades, no sólo me resulta válido sino enormemente luminoso. Como se quiera llamar, genio o trabajador, el artista tiene una misión: es un combatiente. Y eso es Ludwik Margules.
A veces, entre técnicas, métodos, disciplinas, talleres y una serie de academicismos con los que saturamos a los jóvenes creadores del teatro, olvidamos una verdad fundamental: no basta para el artista con aprender un oficio, es precisa una voluntad de transformación (de una realidad, una suprarrealidad o una infrarrealidad) simplemente porque un grito resuena en algún sitio y desea hacerse oír por boca del poeta.
Por ello, Margules me devuelve el entusiasmo cuando leo en sus Memorias que “cada puesta en escena era para mí una revelación de que se puede plasmar, darse en el escenario y gritar o, más bien, ladrar mis verdades. Y tal pareciera que cada puesta en escena la iba a pagar con mi vida, por la identificación con el material escénico o con las ideas que quiero o quise plasmar. Nunca consideré una puesta en escena como un pequeño paso adelante en la depuración de una estética personal. Consideré desde el principio y considero cada una de las puestas una gran proeza espiritual”.
Severa vigilancia fue la primera proeza espiritual de la cual fui testigo. Entre esos tubos con que Alejandro Luna lanceó el espacio del Teatro Coyoacán, vi volar como pájaros en su jaula a José Alonso, a un Miguel Flores que desde Teatro en Coapa siempre ha dictado cátedra y a mi inolvidable Fernando Balzaretti, un genio de la actuación para Margules.
Ese Genet me conmovió tanto como lo haría años después Lindsay Kemp con su Flowers. Margules se había elevado ante mí a la altura de los grandes maestros. Después temblé literalmente, como Shakespeare querría, con su Ricardo III y reencontré a Chejov con su Vania. Y vinieron Las marionetas o La señora Klein y siempre el temblor del artista que se juega la vida y obliga al público a perder el equilibrio.
Ahora, en sus Memorias, gracias en gran medida al inteligente y acucioso trabajo tanto de investigación como de buen oído de Rodolfo Obregón, Margules se revela, se entrega con su reconocida violencia y con una ingenuidad de niño grande por mí insospechada.
De muchas opiniones no me convence, pero eso no importa, porque no son características del genio ni la justicia ni la justeza. Por ejemplo, yo seguiré pensando que hoy, en tiempos de guerra en Chechenia, Irak y Palestina, es la vigencia de Albert Camus, con la cruel paradoja que cimenta su pensamiento, la que explica y condena los terrorismos.
Pero lo verdaderamente importante es que, al permitirme sus Memorias el recuerdo de Fernando Balzaretti y de Julio Castillo a quienes él varias veces reconoce como genios, entiendo que su frenesí creador es un frenesí de niño, como el de ellos. Los conocí bien y sé que en alguna forma comparten cuanto ahora adivino en la mirada que Margules me revela: los tres han sido habitantes eternos de sus propias infancias. Lugares lejanos Mixcoac, Santa Julia o Varsovia, pero espacios del sueño y de la rebelión. Dice Margules: “Mientras dirigía la obra, no me salían de la memoria las imágenes que muestran la capacidad del hombre para degradarse y autodegradarse, imágenes que coleccioné en múltiples situaciones, ante todo en mi infancia, en los años de Rusia y en la juventud de mi vida.”