5.4.06

México: ¿pueblo de Dios?

Diciembre 18, 2005.
Uno de los grupos sociales que tratará de vender a más alto precio su apoyo en la subasta electoral del 2006 será la Iglesia católica. Así, seremos testigos de cómo valoran este apoyo cuáles políticos, y, tal vez, de cómo se inicia una nueva época de equilibrios sociales, la del nuevo milenio. La pregunta para la Iglesia es si refrenda la fuerza que ha venido manteniendo desde Constantino, impuesta a sangre y fuego en el Nuevo Mundo, o bien ha llegado el momento de que el negocio político y económico de sus cúpulas comience su crepúsculo.
Mientras ello ocurre en México, Benedicto XVI ha decidido cerrar las puertas para que la cúpula eclesial se juegue el todo por el todo en el mundo entero. Enemigo del término, tomado de San Pablo, de “Cuerpo de Cristo”, que se aplica a los bautizados, él prefiere el de “Pueblo de Dios”. Un pueblo al que no acompañan sino dirigen pastores que conforman una élite hermética, con la impunidad garantizada a pesar de las evidencias, como hoy demuestran los escándalos de Marcial Maciel y de otros curas paidófilos. De este hermetismo históricamente sólo han escapado en algo las órdenes religiosas.
Algo de este encierro benedictino trae a la memoria los últimos días en su bunker del Führer de ese Reich al que Ratzinger sirviera jovencísimo, precisamente en una edad en la que todo se marca a fuego en las memoria.
Aquí, durante el sexenio foxista, asistimos a un fenómeno por lo menos inesperado. El gobierno acusado de ultraderechista enfrentó a la Iglesia en campos antes impensables; mientras el gobierno de una izquierda proclamada como la más juarista hizo lo contrario. El PAN no censuró y el PRD del DF, sí. Divorciado, Fox se casó con una divorciada y enfrentó el escándalo armado al unísono por las izquierdas y las derechas al tener la osadía de besarla en la Plaza de San Pedro. Frenk no detuvo la píldora del día siguiente. Creel no censuró El crimen del padre Amaro ni La última tentación de Cristo, enlatada ésta por un PRI leal observante de los tratados que concluyeron la Guerra Cristera. AMLO saboteó la Ley de Convivencia y sacó de su programa la ampliación nacional de las causales de aborto ganadas por Rosario Robles, así como ha venido guardando silencio frente a las posibilidades de la eutanasia; pero invitó al Cardenal a inaugurar los segundos pisos con Elena Poniatowska (cuando Rosario Ibarra se negó a estar con el jerarca).
Habrá que dar a leer ese clásico que es Jorge Ibargüengoitia o, al menos, pasar en las escuelas La ley de Herodes, realizada por Luis Estrada, para que nuestros jóvenes tengan elementos de juicio a la hora de acercarse a las urnas, aunque sea a anular sus boletas. En ese San Pedro de los Sahuayos que es también el México de hoy, queda claro el papel jugado por la élite eclesial mexicana luego de los arreglos del conflicto cristero. Ha tenido el implacable y melifluo rostro de Guillermo Gil, como Señor Cura, al cobrar un “pesito” por cada “pecadito”, o entregar al matadero al médico panista por un “carrito como el que trae usted Licenciado”.
También queda clara en Ibargüengoitia la manera en que se va construyendo la retórica de los políticos: desde la demagogia de un mesiánico López Obrador, que apuesta por los métodos de Bejarano y Ebrard; hasta las garantías doctrinarias de un Calderón, que negocia con la jefa del mayor corporativo sindical de América Latina. De Madrazo ni qué decir: La ley de Herodes es su única propuesta de gobierno.
Pero la manipulación de ignorancia y supersticiones que Ibargüengoitia con tanta claridad refleja es tan sólo una parte del poder espiritual que una cúpula eclesial minoritaria mantiene sobre el resto mayoritario de la Iglesia. La otra parte resulta más difícil de entender para quien no la vive. Se refiere a la vida sacramental y a la sucesión apostólica, sobre todo en la Eucaristía. Es lo apostólico en lo católica romano.
El negar la Eucaristía a quienes no caben en las definiciones de los jerarcas, ha sido causa de tragedias íntimas que sólo quien las vive podría explicar. Para negar una antropología medieval y no evangélica, se necesita valor y el manejo de conceptos que no conocen las mayorías teológicamente empobrecidas por sus pastores.
La consigna de Juan Pablo II de ir hacia atrás del Concilio Vaticano II (que cumple cuarenta años de haber terminado) es mayor con Benedicto XVI. Más poquita cosa, y por lo tanto más peligroso que su antecesor, se ha lanzado contra los franciscanos de Asís, como aquél lo hiciera contra los jesuitas, y amenaza con negar la comunión a políticos que voten contra lo que cree aceptable.
Sin demasiadas exageraciones, estamos ante un caso de simonía: se vende el sacramento a quien lo pague con su incondicionalidad y la renuncia a su propia conciencia.
Pero, aun antes del Vaticano II hubo tiempos en que la Iglesia mexicana podía mostrar a sus humanistas. Nombres como el padre Garibay, los padres Méndez Plancarte, el padre Ponce, entre otros, están en los anales de nuestras letras. Aun este humanismo, en la línea de Clavijero o de Claudel, resulta sospechoso a la actual jerarquía que a prefiere no saber leer ni escribir para evitar tentaciones: primo de los Méndez Plancarte y doctor en Historia, fue don Sergio Méndez Arceo.
Que al ver y oír a sus jerarcas el cristiano de a pie se pregunte si creen en Dios, es un problema antiguo. Viene de los acuerdos con Constantino, en el Siglo III, cuando el signo del crucificado se convirtió en herramienta para crucificar. El emperador,, quien por cierto nunca se convirtió (se convirtieron los obispos, pero no viceversa), lo vio claramente: “Con este signo vencerás”. Y con ese signo se ha vencido por la espada: la cruz del Humillado como espada para humillar.
Son demasiados cientos de años como para tocarlos más que de paso al hablar del papel político de la Iglesia mexicana en el 2006. Sólo sirvan para recordarlos e inclusive explicarnos por ellos el vestuario eclesial tan a la moda del Imperio Romano.
Con toda esa parafernalia, y olvidando los acuerdos posteriores a la Cristiada, se ha venido beatificando y aun canonizando a militantes de aquella guerra. Algunos, como el Padre Pro, no tuvieron que ver con el conflicto armado, otros, como Anacleto González Flores, fueron sus líderes. Toda la carne está pues en el asador y lo que se cocina huele a amenaza. La jerarquía eclesiástica mexicana. con el aval de Benedicto XVI está dispuesta a volver a lanzar una cristiada si los políticos no pagan “pesitos” por sus “pecaditos”.
La pregunta radica en si podrán levantar otra vez a las masas. ¿Tendrán la misma fueza en un México nuevo o sólo blofean?
Un grupo cada vez mayor de grupos e individuos (católicos, apostólicos y que no pretenden romper con la sede romana) cuestionan frontalmente a las cúpulas eclesiales. Con mayor o menor cantidad de argumentos teológicos y diversos niveles de cultura sobre historia de la Iglesia, les echan en cara decisiones que tan sólo buscan un poder político insostenible desde el punto de vista del Crucificado.
Como un retorno al erasmismo de hace quinientos años, estos católicos nos hacemos la misma pregunta que Máximo, el caricaturista de El País, ante la multitudinaria manifestación de homofobia encabezada por el Cardenal Primado de España. En el dibujo se pregunta Dios mismo: “No comprendo cómo con un Evangelio de izquierdas nos ha salido una Iglesia de derechas”.
Pero, también como hace cinco siglos, crece la Reforma contra Roma, ahora tambiuén en México. Las despectivamente llamadas “sectas” ganan adeptos en la mejor lid, por los más evangélicos métodos, desde el ejemplo hasta una lectura congruente entre la vida y la obra.
Crecen, por su parte, tanto el agnosticismo como el simple desinterés de los jóvenes por fórmulas que huelen a la humedad de los desvanes.
Pero algo crece también y es difícil medir su importancia en la realpolitik eclesial. Se trata de una relación con el narco, piadosamente llamada de narcolimosnas. Hasta dónde, desde cuándo y cómo se contabiliza esa relación en votos que ofrecer a los partidos, son preguntas fundamentales para poder medir el valor auténtico de los obispos en la subasta electoral. Mientras tanto, ellos mantienen sus precios al tope y los candidatos compran según sus cálculos, como ya se ha venido haciendo en el mejor estilo del esperpento: contra la censura, los mochos; y como antes los mochos, un supuesto izquierdista.