29.3.06

El legado de Chéjov

Julio 23, 2004.

Treplev y Trigorin son uno y el mismo que se desdobla. Ambos personajes de La gaviota de Antón Chéjov son reflejos de un mismo rostro en el espejo. Y es el rostro de Chéjov y es también el mío cuando me acerco al autor ruso que cumple precisamente hoy cien años de muerto (escribo estas notas hoy, 15 de julio, aunque deban publicarse hasta el 23). Fiel a mi composición de lugar, lo veo frente a mí, mal interpretado por casi todos, inclusive por él mismo, deseoso de enrolarse para ir a la guerra, aunque sabe que se muere. Y oiga esas últimas palabras: “Me muero”.
Las dijo tras haber definido algo tan sencillo como “hace mucho que no bebo Champagne”, aunque hay quien dice que dijo: “No pongas hielo en un corazón vacío”. Como sea, fue simple la superficie de su muerte porque muy profundas debieron ser las corrientes subterráneas. Así lo veo y así lo oigo.
Las interpretaciones de su muerte pueden ser muchas. Inclusive la fecha: 2 de julio según el antiguo calendario ruso, 15 de julio de 1904 según nuestro calendario. Hoy para mí. No en el balneario alemán de Badenweiler, sino aquí, en Mérida, conmigo de testigo.
Y aquí vuelvo a La gaviota. Trigorin, el escritor seguro de sí mismo que guarda cuanto ve para narrarlo, y Treplev, el joven poeta que sólo se ve a sí mismo como el último humano tras la hecatombe que profetiza, son la propia vigilia y son el sueño. Pero nunca he sabido cuál de los dos es cuál. Así, el balazo que se da el más joven (el cual corta mi ilusión de espectador ante la escena) también condena al segundo a la soledad y al pasmo. ¿Por ello Chéjov llevaba un dije en su reloj que sentenciaba: “Para el solitario, el mundo entero es un desierto”..? ¿Eso vale lo mismo para un monje que para un abandonado, para un ahogado por la bilis negra o para un tuberculoso de larguísima agonía..?
Treplev y Trigorin, idénticos, distintos, los dos a su manera habrán de matar a La gaviota sólo por hacer algo, por no aburrirse. ¿Porque no basta la poesía ni el trabajo del artista para llenar la vida y hay resquicios que sólo se satisfacen al asesinar a las gaviotas, o al pegarse un tiro fuera de escena..? ¿Y si lo meto a escena para oírlo decir: “No pongas hielo en un corazón vacío”..?
La verdad es que yo he acudido a Chéjov mucho más de lo que a partir de mis textos pudiera pensarse y he conversado muchísimo con él, siempre en la soledad de los desiertos, fuera de las lecturas del canon que se pretende stanislavskiano. Y debo confesar que le debo mucho. Como Treplev y como Trigorin (tanto él como yo a veces en un rol y a veces en el otro) le debo mucho.
Y, lo mismo que en el caso de Stansilavski, siempre he creído que una manera elemental de pagar mi deuda con Chéjov es defenderlo de quienes se dicen sus discípulos. Chéjov no podía tener discípulos porque para crear sistemas es necesario partir de alguna mínima certeza, y él dudaba. A mí, hombre de Iglesia y hombre de Partido, constantemente entre unos y otros dogmas, me hace mucho bien el Chéjov apartidista que apostó por la profunda bondad del ser humano: siempre mejor cuanto menos heroico.
Tolstoiano que soy a pesar de todo, me hace bien compartir profundamente estas palabras suyas: “La moral de Tolstoi ya no me conmueve. En el fondo de mi corazón no me es simpática. Por mis venas corre sangre campesina. ¡Que no me vengan a mí con virtudes de mujiks! Desde muy joven he creído en el progreso. Reflexiones objetivas y mi sentido de justicia me dicen que en la electricidad y en el vapor hay más amor por el hombre que en la castidad, el ayuno y el rechazo de la carne.”
Así, comparto su pregunta sobre la función del intelectual. En un inicio de siglo tan radicalmente distinto del suyo y tan igual, como una de esas contradicciones chejovianas, ¿nos queda acomodarnos y “criticar” al poder en abstracto, sin perder lugar en la cola para el reparto de chambas? ¿Disfrazarnos de “genios radicales” para repetir mal lo ya hecho, y obtener las ventajas del ansia popular por canonizar “genios radicales”?
Mientras veo al progreso morderse la cola, recuerdo que cuando el zar prohibió el ingreso de Gorki a la Academia, Chéjov enfrentó con su renuncia al propio zar. Ahí se jugó la vida y ésa fue su postura política: jugarse la vida sin mesianismos ni aspavientos ni intensidades fraudulentas.
A pesar del pesimismo aparente, Chéjov nunca perdió la esperanza y por ello es un maestro de la compasión, en su sentido más dionisiaco que es también el más cristiano: vivir la pasión del otro. Se entregó a las corrientes subterráneas de la otredad y vivió su pathos. Y en esa compasión está la función esencial de los intelectuales.
Cuando cruzó un país helado para compartir la situación infrahumana de los presos, denunció esa vida infrahumana y nos legó en La isla de Sajalín el motor de su esperanza: “¡Qué buena gente hay por aquí! ¡Dios mío, cuánta gente buena hay en Rusia!”