27.6.06

El carnaval en las venas

Junio 23, 2006.

La carne lo asusta, la ambigüedad lo marea y la ironía, aunque no la comprenda, hace sentir al victimario la burla de su víctima. Por eso el carnaval ha sido siempre subversivo en la historia de Occidente. El inquisidor aborrece el carnaval. Y por sus genes compartidos con lo carnavalesco fue tan perseguido el teatro desde la primera patrística cristiana, en especial por San Agustín, hasta los finales del Siglo XV.
Juglares y goliardos recorrieron la Edad Media arrancando sonrisas o francas carcajadas mientras zapateaban sobre las buenas conciencias sin dejarles otra salida que no fuera la indignación. Y, para mayor crueldad simbólica de la víctima hacia su victimario, la indignación se volvía inmediatamente material para el ridículo.
Carnaval y teatro comparten, pues, una misma historia y cuando el teatro no reniega de su esencia subversiva (ya sea trágica, ya sea cómica) y escoge el camino del melodrama insulso, comparten también una calidad política que por lo menos inquieta al poder.
Si Shakespeare lo ejemplificó genialmente con Hamlet y sus cómicos frente al Rey, ya lo había comprobado el Arcipreste de Hita con su teatral historia de Don Carnal y Doña Cuaresma en la cumbre del idioma que es su Libro de buen amor.
La televisión comercial en México es exactamente lo contrario. Es la quintaesencia del melodrama insulso. Aun cuando roce la pornografía en su amarillismo periodístico o en sus reality shows, impone una estética que vende carnes sin ritualidad, sin la picardía de la Trotaconventos, sin caricias posibles y, desde luego, sin lugar alguno para la ironía. Estética descafeinada aun en las campañas presidenciales que han enriquecido a las televisoras comerciales con muchos millones de pesos tan necesarios para un pueblo empobrecido como el nuestro.
He recordado muchas veces cómo, en sus observaciones sobre el Alceste, Rousseau ve venir el momento en que se divorcie la música de la palabra para sucederse una a la otra y, por tanto, para falsear con esta sucesión la esencia de la tragedia. O sea, para ayudar con música a la vaciedad del verbo. En el melodrama, el efectismo sustituye la catarsis y el verbo no se hace carne.
En el Carnaval, la carne se hace verbo. Y la subversión comienza con el sólo enunciado.
Manifestaciones como la Marcha del Orgullo Gay resultan subversivas precisamente por ser carnavalescas.
Las denuncias y las exigencias contundentes son importantes. No puede soslayarse que en la Marcha del Orgullo Gay del sábado 17, se exigió el respeto a todos los derechos “con independencia de la preferencia, orientación sexual y/o expresión e identidad de género”, el “reconocimiento de todas las familias en su diversidad”, no sólo de la familia tradicional heterosexual, y el reconocimiento a los plenos derechos “de las personas que las constituyan”, y se exigió “una reforma educativa laica basada en la evidencia científica, la tolerancia, el respeto y la celebración de la diversidad”.
El discurso en el papel y en la voz de quien lo leyera fue importante, desde luego, pero la “celebración de la diversidad” estaba en el carnaval. “La fuerza y el ímpetu invencible de nuestro movimiento”, estaba en esa danza de lo prohibido que tomó la plancha del Zócalo, precisamente a las puertas de la Catedral, para dictar cátedra con la imaginación de los vestuarios y las caricias múltiples de un amor que hace muy pocos años no podía decir su nombre. Nada hay más serio que la alegre reivindicación de lo más íntimo y la jubilosa celebración de la carne.
Manifestaciones como la Marcha son profundamente teatrales, en cuanto de litúrgico tiene lo teatral. Aunque sé que me escucho anti-brechtiano, siempre insistiré en que precisamente por litúrgico el teatro es político. Valdrá la pena retornar sobre el tema.
Como en el carnaval, en el teatro re-encarnamos en un actuar comunitario, tan efímero como lo es la vida en el tiempo y tan auténtico como la carne que se vuelve espíritu.
El sábado, en el Zócalo, como en el teatro antiguo de Dionisios, la carne marginada se celebró a sí misma en ciento cincuenta mil cuerpos: amores y deseos pronunciados a coro con palabras y gestos.

10.6.06

Genet, un radical

Junio 9, 2006.
Desde que lo encarcelaron la primera vez, en plena infancia, por viajar sin boleto en un ferrocarril de la culta Francia, hasta que, gracias al movimiento que encabezara Jean Cocteau, fue liberado, convertido en autor famoso, Genet no sólo vivió en los márgenes sino que miró a la sociedad, a la literatura e inclusive a los movimientos revolucionarios desde la óptica de su natural radicalismo.
Se reiría de alguien que se proclamara marginado y viviera cómodamente en su casa, como yo, por ejemplo. Jean Genet nunca quiso tener casa. Aun cuando ya la venta de sus novelas y el montaje de sus obras le representaban ingresos jugosos, prefirió vivir en hoteles mientras destinaba el dinero a los padrotitos marroquíes que siempre ayudó.
Exactamente al revés del padre Maciel, que nunca ha ayudado a los muchachitos manoseados y, en cambio, siempre ha sabido invertir en casas sus dividendos. También al contrario, Genet nunca quiso ser santo y siempre despreció la santidad al grado de enfurecerse con la canonización a la inversa con que quiso subirlo a sus altares ateos Jean-Paul Sartre en su monumental ensayo San Genet, comediante y mártir.
Hace un par de meses, sobre este punto y con motivo de cumplirse los veinte años de su muerte, el escritor árabe Tahar Ben Jelloun, Premio Goncourt, recordaba así a Genet en El País: “Me acuerdo de que estaba con Genet el día de la muerte de Jean-Paul Sartre. Tras dar una calada a su cigarrillo Panthers, exclamó en tanto observaba cómo se elevaba el humo: ‘¡Sartre ha muerto! Humo que se desvanece...’. Nunca le había perdonado el grueso ladrillo de más de 500 páginas San Genet, comediante y mártir, que Sartre le había dedicado momificándole de hecho”.
El 15 de abril de 1986 fue el día de su muerte. Hacía mucho que ya no escribía y cuanto vio escenificado de su obra o escrito sobre él le resultaba ajeno. Sólo el silencio podría abarcarlo. El silencio y la rabia en lo más profundo de los corazones. Esa rabia que no sintió en el Odeon, en 1968, cuando los jóvenes revolucionarios quisieron hacer de él una bandera. Los sintió pequeñoburgueses que jugaban a ser radicales y previó la manera en que, poco a poco, unos más y otros menos, iban a integrarse al sistema que un día juraron detestar eternamente.
Está enterrado en Tánger y su cabeza mira hacia La Meca, quién sabe si por voluntad propia (para unirse a la fe de quienes tanto amó y por quienes tanto fue amado) o porque así entierran a los muertos al sur de Tánger. Sin embargo, veinte años después, siento que su mirada sigue clavada en quienes, de alguna manera, nos identificamos con él, aun cuando nuestra marginalidad resulte tan pequeña comparada con la suya. Siento que, dentro de una semana, en la Marcha del Orgullo Gay, Jean Genet irá con nosotros.
Sobre todo este año en que se cumple también un cuarto de siglo de la aparición del Sida, estaría con esta lucha. Sin embargo, también nos vería con sorna, en la misma lógica de aquello que cita Ben Jelloun: “Era un hombre visceralmente opuesto al Estado, a su ejército y a su policía. Defendía a los Black Panthers por ser víctimas de discriminación racial en EE.UU. Acudía en ayuda de los palestinos porque carecían de Estado. Me confesó: ‘Cuando los palestinos tengan su Estado, policía y ejército, ¡dejarán de interesarme!’.”
Su teatro aún no ha sido abarcado por completo. Tengo en la memoria Severa vigilancia, la mejor puesta de Margules, donde supo inyectar la rabia genetiana en tres actores espléndidos Fernando Balzaretti, José Alonso y, sobre todo, Miguel Flores.
No recuerdo si antes o después Bruce y yo vimos en el Liceo de Barcelona a Lindsay Kemp en Flowers, ese rito extraído de Nuestra Señora de las Flores, en el cual Kemp encarnó a una Divine que aún habita en mis sueños. Cuando, tras un viaje lentísimo por todo lo ancho del escenario, blanca, blanca, blanquísima, llegó a proscenio a escupir unas gotas de sangre, supimos Bruce y yo que eso era el Teatro.
Ahí está la obra escénica de Genet, contra cualquier sistema, cualquier concepto fijo, siempre inasible, siempre furiosa y eternamente triste como la mirada de aquel niño presidiario que desconfia del poder que cualquiera de nosotros haya podido acumular, por mínimo que sea, por insignificante.

Hago teatro para mis amigos desconocidos

Milenio - México, D.F. - Domingo 4 de Junio de 2006.
Galardonado con el Premio Nacional de Dramaturgia Juan Ruiz de Alarcón 2006, el director y maestro de teatro habla en entrevista con MILENIO, entre otras cosas, de la creación artística como una manera de revelación.
En 1988 fueron inauguradas las primeras Jornadas Alarconianas en Taxco, Guerrero, a propósito del autor mexicano, dramaturgo del Siglo de Oro, Juan Ruiz de Alarcón y Mendoza (1580-1639). En paralelo se instituyó el Premio Nacional de Literatura Juan Ruiz de Alarcón, convocado por el INBA y el gobierno del estado de Guerrero. De 1995 a 1997 el premio no se convocó, y reapareció en 1998 como Premio Nacional de Dramaturgia Juan Ruiz de Alarcón, para reconocer la trayectoria de escritores con valiosa obra de creación dramática, en este renglón se inscribe el poeta, dramaturgo, director y maestro de teatro, José Ramón Enríquez (Ciudad de México, 1945) autor de obras como Las visiones del rey Enrique IV, La cueva de Montesinos y Tres deseos pero ningún tranvía.
Ante una vida dedicada al teatro, un premio como éste ¿cómo se recibe y qué significado personal tiene a partir de la figura de Juan Ruiz de Alarcón?
Se recibe con gusto y con gratitud, indudablemente, aunque también con un poco de resquemor porque estos premios a la trayectoria se otorgan a los viejitos. Para que se vayan, seráficos, a rumiar por lo menos algún buen recuerdo. Así lo acepto y así lo agradezco.
En cuanto a la figura de Alarcón, me ha apasionado desde siempre y ahora más. Siempre me he sentido discípulo y deudor de los Siglos de Oro. Siempre he creído que tanto las letras como el teatro en nuestra lengua se han renovado y enriquecido al volver a los Siglos de Oro. Y especialmente por Alarcón he roto lanzas. Un marginal, considerado en España como de acá, y considerado en México como de allá. Siempre lo he creído mexicano y he mantenido polémicas en este sentido y siempre he rescatado su figura jorobada e insultada prácticamente por todos. Si hasta el muy sereno Tirso de Molina lo llamó "poeta entre dos platos", ¿qué decir de la lengua viperina de Quevedo o de Lope o del mismísimo don Luis de Góngora? Tomo uno de los muchos insultos con que lo hirieron, el de "poeta entre paréntesis", para declarar mi amor y mi reverencia por esos paréntesis que fueron dos marginales, cada uno a su modo, Cervantes y Alarcón, que abrir y cerrar resultan lo mejor de nuestro teatro. Pero, no, soy injusto: ¡dejé fuera a Sor Juana..! Cervantes, Alarcón y Sor Juana, ¿qué te parece mi trinidad de victimados?
Usted insiste en la creación como una forma de revelación, una suerte de empatía con cierta manifestación de lo divino; al respecto, ¿usted encontró en el teatro esa respuesta espiritual, el develamiento que lo llevó a casi ser sacerdote jesuita?
Bueno, primero, una aclaración: no fui "casi sacerdote jesuita". Quise serlo algún día, pero me fue impedido muy pronto, a los 18 años. Mi liturgia personal, mi celebración, inclusive mi estructuración a partir de los Ejercicios espirituales de Loyola, ésos nadie podía impedirlos. Sí, la creación artística es una manera de revelación. Es más, tan sólo me considero un amanuense: Alguien dicta y yo tan sólo garabateo. Y ese Alguien dicta para mí y para los demás. Se nos revela. Y eso que me ocurre como dramaturgo, me ha ocurrido como actor y me ocurre como director de escena. Se trata, tan sólo, de escuchar esa voz y transmitirla sin traicionarla. Yo no creo que construyamos personajes: creo que nos construyen los personajes. Un gran actor es el que se deja construir dócilmente, no por un gürú sino por un personaje. Por eso es artista.
Usted llega al teatro como un hombre religioso, ¿cómo evoluciona ahí dentro? ¿Se genera algún conflicto entre el amor a Dios y la teatralidad?
No. Yo hablo con Dios en el teatro y fuera de él. Podría llegar a decir que es la única persona con la cual hablo sin ningún miedo. Los conflictos han sido, en el teatro y debajo de él, con los fariseos que se disfrazan de propietarios de la voz de Dios.
¿Dios dentro del teatro o un teatro al servicio de la revelación de Dios?
Un teatro al servicio de la revelación de Dios dentro del teatro.¿Cómo se desarrolló el conflicto entre Dios y el hombre, la carne y el espíritu, la profanación y lo sacro, en su teatro y en su vida?Yo no veo ese conflicto. Tampoco lo he vivido. En las horas peores de marginación y befa he entendido que Dios está de mi parte y que la invención de ese conflicto es el arma de quienes quieren suplantarlo. Si Dios se hace hombre, ¿cómo va a haber conflicto entre carne y espíritu? Hay conflicto entre la corona de espinas y las tiaras pontificias. Lo sagrado profanado es la profanación del más débil que se une a Cristo en la Cruz. Pero Cristo nunca es victimario: siempre está en la sacralidad de las víctimas.
Usted escribe, actúa, dirige y conoce todas las formas de la hechura teatral. ¿Por qué hacer teatro hoy, en este país, y para quiénes?
Empiezo por lo último y te confieso que no sé para quiénes. ¿Fue Flaubert quien dijo que escribía para sus amigos desconocidos? Pues para los míos hago yo teatro. Para entregarles ese ritual que yo seguramente no entiendo pero se me pide que entregue. Como el poeta, yo no elegí cantar, yo debo cantar. Y debo hacerlo en el aquí y en el ahora que me han tocado para vivir. No para explicar nada sino para transformar quizás un poco y tal vez algo. "Debemos cambiar la vida", dijo Rimbaud, y escribió sus Iluminaciones. Puede sonar mamón pero el punto de partida de cualquier iluminación, revelación, epifanía y etcétera, es la completa ignorancia inclusive de cualquier respuesta medianamente inteligente a tus preguntas.