10.6.06

Genet, un radical

Junio 9, 2006.
Desde que lo encarcelaron la primera vez, en plena infancia, por viajar sin boleto en un ferrocarril de la culta Francia, hasta que, gracias al movimiento que encabezara Jean Cocteau, fue liberado, convertido en autor famoso, Genet no sólo vivió en los márgenes sino que miró a la sociedad, a la literatura e inclusive a los movimientos revolucionarios desde la óptica de su natural radicalismo.
Se reiría de alguien que se proclamara marginado y viviera cómodamente en su casa, como yo, por ejemplo. Jean Genet nunca quiso tener casa. Aun cuando ya la venta de sus novelas y el montaje de sus obras le representaban ingresos jugosos, prefirió vivir en hoteles mientras destinaba el dinero a los padrotitos marroquíes que siempre ayudó.
Exactamente al revés del padre Maciel, que nunca ha ayudado a los muchachitos manoseados y, en cambio, siempre ha sabido invertir en casas sus dividendos. También al contrario, Genet nunca quiso ser santo y siempre despreció la santidad al grado de enfurecerse con la canonización a la inversa con que quiso subirlo a sus altares ateos Jean-Paul Sartre en su monumental ensayo San Genet, comediante y mártir.
Hace un par de meses, sobre este punto y con motivo de cumplirse los veinte años de su muerte, el escritor árabe Tahar Ben Jelloun, Premio Goncourt, recordaba así a Genet en El País: “Me acuerdo de que estaba con Genet el día de la muerte de Jean-Paul Sartre. Tras dar una calada a su cigarrillo Panthers, exclamó en tanto observaba cómo se elevaba el humo: ‘¡Sartre ha muerto! Humo que se desvanece...’. Nunca le había perdonado el grueso ladrillo de más de 500 páginas San Genet, comediante y mártir, que Sartre le había dedicado momificándole de hecho”.
El 15 de abril de 1986 fue el día de su muerte. Hacía mucho que ya no escribía y cuanto vio escenificado de su obra o escrito sobre él le resultaba ajeno. Sólo el silencio podría abarcarlo. El silencio y la rabia en lo más profundo de los corazones. Esa rabia que no sintió en el Odeon, en 1968, cuando los jóvenes revolucionarios quisieron hacer de él una bandera. Los sintió pequeñoburgueses que jugaban a ser radicales y previó la manera en que, poco a poco, unos más y otros menos, iban a integrarse al sistema que un día juraron detestar eternamente.
Está enterrado en Tánger y su cabeza mira hacia La Meca, quién sabe si por voluntad propia (para unirse a la fe de quienes tanto amó y por quienes tanto fue amado) o porque así entierran a los muertos al sur de Tánger. Sin embargo, veinte años después, siento que su mirada sigue clavada en quienes, de alguna manera, nos identificamos con él, aun cuando nuestra marginalidad resulte tan pequeña comparada con la suya. Siento que, dentro de una semana, en la Marcha del Orgullo Gay, Jean Genet irá con nosotros.
Sobre todo este año en que se cumple también un cuarto de siglo de la aparición del Sida, estaría con esta lucha. Sin embargo, también nos vería con sorna, en la misma lógica de aquello que cita Ben Jelloun: “Era un hombre visceralmente opuesto al Estado, a su ejército y a su policía. Defendía a los Black Panthers por ser víctimas de discriminación racial en EE.UU. Acudía en ayuda de los palestinos porque carecían de Estado. Me confesó: ‘Cuando los palestinos tengan su Estado, policía y ejército, ¡dejarán de interesarme!’.”
Su teatro aún no ha sido abarcado por completo. Tengo en la memoria Severa vigilancia, la mejor puesta de Margules, donde supo inyectar la rabia genetiana en tres actores espléndidos Fernando Balzaretti, José Alonso y, sobre todo, Miguel Flores.
No recuerdo si antes o después Bruce y yo vimos en el Liceo de Barcelona a Lindsay Kemp en Flowers, ese rito extraído de Nuestra Señora de las Flores, en el cual Kemp encarnó a una Divine que aún habita en mis sueños. Cuando, tras un viaje lentísimo por todo lo ancho del escenario, blanca, blanca, blanquísima, llegó a proscenio a escupir unas gotas de sangre, supimos Bruce y yo que eso era el Teatro.
Ahí está la obra escénica de Genet, contra cualquier sistema, cualquier concepto fijo, siempre inasible, siempre furiosa y eternamente triste como la mirada de aquel niño presidiario que desconfia del poder que cualquiera de nosotros haya podido acumular, por mínimo que sea, por insignificante.