5.4.06

Un maestro indiscutible y de muchas geografías

Marzo 9, 2006.
En este oficio del teatro el magisterio se adquiere encima de los escenarios, y es ahí donde se demuestra la maestría o donde se prueba lo contrario. En los escenarios demostró Ludwik Margules que fue maestro indiscutible. Aunque soy demasiado viejo para haberlo tenido en ningún aula, lo considero con todo derecho mi maestro porque ese magisterio indiscutible, ganado y comprobado en el escenario, nos abarca a todos.
También hay jerarquías en este oficio que es imposible inventar y que no se adquieren ni a capricho ni por decretos. De éstas era la jerarquía de Margules y, así como su magisterio, también la reconozco y, sobre todo, la agradezco. Sin importar las posibles diferencias, conceptuales, pedagógicas, aun estéticas, el reconocimiento a la jerarquía de Ludwik Margules también resulta indiscutible.
Pero ni la jerarquía ni el magisterio tendrían sentido alguno si no fueran ejemplares o, dicho en los términos de Antonin Artaud, si no se contagiaran. El magisterio de Margules, su altura jerárquica, su capacidad de guerrear hasta el último aliento nos ha contagiado a muchos hacedores de teatro, de varias y aun encontradas maneras. Es seguro que continuará el contagio porque le fue la vida en ello. Muchas veces angustiosa, otras veces alegremente, pero siempre dejó en el teatro la vida entera.
Y, en la partida de un oficiante del teatro de indiscutible jerarquía y a quien todos podemos llamar maestro con toda justicia y por motivos diversos, el recuento debe suceder al tiempo necesario para el duelo. Habrá mucho que hacer colectiva y personalmente en este sentido, porque Ludwik nos deja mucho que analizar a todos.
Entre otras cosas grandes nos deja esa fuerza de quien sobrevivió una guerra, conoció el stalinismo y masticó “el duro pan del exilio”. Inclusive vivió entrañablemente cerca del exilio español republicano, aun sin ser el suyo, y también por eso lo reconozco en esta hora triste en que ya quedan pocos testigos de una gesta cuyas notas se pierden entre los gemidos de nuevos refugiados forzados a abandonar el íntimo sueño, y entre los estallidos de las bombas en las nuevas guerras.
Lo he dicho en múltiples ocasiones pero vale repetirlo: yo no creo en la muerte. Creo que maestros como Ludwik se quedan con nosotros, en la memoria, en la energía, en la ira, pero también en las presencias cotidianas y también en los silencios. Por eso creo también que, aunque todo parezca derrumbarse, el teatro va a seguir con ese oficio suyo que le viene de muy lejos. Creo firmemente que nosotros, como en el teatro kabuki, es bajo el escenario donde enterramos a nuestros muertos para que nos llenen de la vida que no han perdido.
Al fin de cuentas nuestro oficio del teatro debería ser concebido como la danza de nuestros rarámuris que sostiene al mundo. Ellos danzan, dicen los rarámuris, para que el mundo no se derrumbe, aunque nosotros los blancos no lo sepamos.
Si ya hablé del contagio que planteara Artaud, evocar de Polonia al Japón del Kabuki y hasta la Tarahumara es una buena forma para referirme a un artista de muchas geografías. Es una justa manera de pronunciar el adiós que nos sirve para el tiempo del duelo al maestro que continúa siendo Ludwik Margules.