22.7.06

El último vaquero

Julio 20, 2006.
Escribo estas notas un martes 18 de julio. Setenta años después de que Franco se alzara contra una República legalmente constituida y ensangrentara España con la Guerra Civil. Después la saquearía y la “depuraría” en una posguerra despiadada y, pensando en la eternidad, soñaría con dejarlo todo “atado y bien atado” para cuando él faltase.

Afortunadamente los dictadores no son eternos. Ninguno, en ninguna circunstancia y en ninguna geografía. Y afortunadamente los españoles supieron construir inteligentemente su transición, para no retornar nunca a aquel 18 de julio de infeliz memoria.

En estas notas sólo recuerdo de pasada el año de 1936 porque soy de quienes no tienen derecho a olvidarlo. Pero valdrá la pena escribir sobre las cicatrices que dejó esa guerra en el teatro español. Ahora quede tan sólo un recuerdo amargo y una enésima maldición a la memoria de los asesinos.

Quiero referirme aquí a otro aniversario. El que se celebrará el 22, en el Auditorio Cívico del Estado, con el estreno en Sonora de El último vaquero, de Sergio Galindo, monólogo actuado y dirigido por él mismo. El estreno conmemora sus 35 años sobre el tablado.

Treinta y cinco años de construir en el desierto de Sonora. Desde cortar la madera y lijar las tablas de la escena para luego unirlas, dirigirlas, y ver (¿cuántas veces?) cómo llegaban catástrofes naturales o malas voluntades humanas a quemarlo todo. Y a empezar otra vez. Siete lustros de sudor y talento como auténtico obrero del teatro.

En estos días, cuando se grita mucho pero se entiende poco sobre eso de la izquierda, cuesta un poco hablar del artista como de un trabajador. Lo hago porque creo en ello profundamente aunque no lo sustraigo del ámbito de la magia. Talento, liturgia y trabajo comparten un lugar en el hecho escénico. Gente como Sergio Galindo lo sabe y lo testifica.

En el arte, también se transforma efectivamente la realidad y también se conoce el hombre. Recuerdo al decir esto al joven Marx. El hombre se “objetiva” en su trabajo.

Usa un término más hegeliano que nos llevaría a otras disquisiciones y, por eso, escojo uno más simple, con el mismo sentido: se conoce en su trabajo y en él transforma la realidad, que son las dos caras del sentido último del ser humano: conocerse y transformar

Con todo en contra, Sergio Galindo lleve siete lustros aprendiéndose a ver en lo que hace, y actuando sobre la realidad mientras otros simplemente grillan.

Cada obra suya es un nuevo encuentro y un legado nuevo. El monólogo que estrena mañana lleva en su mismo título una carga simbólica, El último vaquero, Pero ya se anuncia una nueva obra para muy pronto: La siembra del muerto.

Algo me toca de esta fiesta porque, según recuerda él mismo, su primera subida a las tablas fue en una obra mía y dirigida por mí, Ritual de estío. El otro actor, Francisco Marín es puntal del teatro en Mérida. No sé si aquel ritual fue medio bueno o patético, pero tuvo buen tino y amplio alcance: dos hombres de teatro en los dos extremos de esta patria nuestra que desde entonces no han dejado de picar piedra.

El estreno de Galindo es con La Compañía Teatral del Norte, que tiene su inmediato antecedente en la Compañía de Teatro de la Casa de la Cultura de Sonora, pero que “se institucionaliza”, como Sergio dice, “con güevos; con Güevos rancheros, hace once años. De Güevos rancheros van a la fecha cerca de 1500 representaciones. Y sigue viva. Siguen llegando invitaciones: de Baja California, de Sinaloa, del interior del Estado. Güevos rancheros ha viajado prácticamente por todo el país”.

Y así ha viajado también Más encima el cielo, entre otras, y antes que otras que, como este Ultimo vaquero, ya se estrenó en Tijuana.

En algún momento supe que Más encima el cielo vendría a Mérida y salté de entusiasmo. No sólo por volver a ver al camarada de tantas aventuras, sino porque creo que el escuchar en una punta de la República lo que se dice en la otra nos enriquece a todos. No pudo venir. Pero espero que El último vaquero, que sólo requiere el boleto de un artista armado con su sombrero, sí llegue de aquel calor seco de Hermosillo a este calor húmedo de la blanca Mérida.

9.7.06

No a la censura

Julio 7, 2006.

Una vez acabadas las elecciones, y aún a la espera del recuento distrital que señale al triunfador, quiero tratar en este espacio un tema que está íntimamente unido a las cuestiones del arte y especialmente del teatro. Un tema ante el cual los cómicos hemos sido siempre especialmente sensibles: la censura.
La censura en cualquiera de sus formas (por mejor intencionada, por más preocupada por la equidad que parezca) ha sido siempre enemiga del teatro. Y de todo arte, de toda expresión de la inteligencia.
Aunque la censura se disfrace de izquierda, siempre será de derechas, porque no acepto de izquierdas a los totalitarismos que se proclaman “democracias populares”. Son en este punto iguales a los fascismos que niegan incluso la misma palabra “democracia”.
Por ello, me preocupó la moralina levantada en torno a un extraño concepto de guerra sucia en las campañas electorales, que derivó en la prohibición, por un tribunal de notables, de tal o cual spot publicitario de los diversos partidos políticos.
En primer lugar, la guerra sucia se da en los sótanos del poder, no en el uso de las libertades de expresión. En segundo lugar, yo soy un ciudadano mayor de edad capaz de escuchar todas las mentiras de cualquier bando, y procesarlas para creerme las que a mí me dé la gana creer, por más disparatadas que sean. Y, como yo, mis compatriotas mexicanos son mayores de edad que procesan las mentiras y votan o dejarán de votar por quiénes quieran. Así lo hemos hecho. No somos menores de edad a los que un tribunal deba proteger de falsedades.
Obviamente, si hay calumnias y difamaciones, para eso está la ley y los tribunales civiles o penales.
Por ejemplo, ya resulta ridículo que se nos impida el alcohol cuando, en estas elecciones, quienes dimos una muestra de civismo fuimos los ciudadanos, y quienes salieron a proclamar triunfos, como si estuvieran ebrios, fueron los candidatos.
Creo que, por definición, en la publicidad política hay mentiras y juego sucio. Sobre todo en una publicidad política como la mexicana que toma su modelo acríticamente de la televisión que es pura mentira y nada más que juego sucio. Cualquier comercial, de la manera en que es vendido por la televisión, es juego sucio. Pero no quiero que nadie lo censure. Quiero ser dueño de creérmelo o de cambiar de canal, indignado.
El día en que escribo ha aparecido una nota sobre el intento de censura de Bush a la televisión: ni groserías ni desnudos. Estoy por las mentiras en las campañas, por las groserías y los desnudos, y reivindico mi criterio para creerme lo que quiera, para divertirme y gozar con lo que quiera y para cambiar de canal cuando quiera.
No creo, por ejemplo, que López Obrador sea Chávez, ni tan peligroso como él. Para mí es un simple cacique priísta y tan peligroso como cualquier cacique priísta. Tampoco creo que Felipe Calderón sea un fascista. Para mí es un prefecto de disciplina de colegio marista y tan peligroso como cualquier prefecto de disciplina de colegio marista.
Y quiero pasarme los próximos seis años diciéndoselo a quien corresponda, en mis artículos y en mi teatro, sin que se me silencie en bien de la “gente” que debe ser cuidada por un tribunal, porque mi voz, en el primer caso, me vuelve “servidor objetivo del imperialismo”, y, en el segundo, miembro de la “conspiración judeo-masónica” y, ahora, gay.
Me parece que con demasiada superficialidad se aceptó que los spots fueran censurados. Y que con la misma superficialidad se aceptó dar al Tribunal Electoral las funciones de un Tribunal Inquisitorial.
Se promovieron y se aceptaron formas de censura en el fragor de una batalla política que, ahora, debe revisarse. El IFE y el TRIFE deben ser fortalecidos más allá de nuestros intereses partidarios, porque son garantía de independencia de las elecciones, pero no deben ser desnaturalizados porque los debilitamos.
Mucho habría que hablar de dineros, tiempos, transparencias, etc., pero estas notas sólo quieren referirse a algo que, como la censura, puede ser aplicado inmediatamente al trabajo artístico y que me produce auténtico pánico escénico.