10.8.06

Clave esperpética

Agosto 4, 2006.

Valle-Inclán no vivió para presenciar ese esperpento al que los fascistas llamaron “glorioso” y la historia ha llamado criminal: el alzamiento del 18 de julio de 1936. Murió Valle en enero, y el golpe de Estado franquista ocurrió el 18 de julio. Sin embargo, bien comprendió el genial gallego que la historia de los países hispanohablantes sólo puede entenderse en clave esperpéntica.

Moría el gran autor del teatro en nuestra lengua meses antes de que la escena española entrara en el periodo siempre espantoso de la censura. Poco tiempo después moriría asesinado en una cuneta Federico García Lorca, la otra cumbre de nuestra dramaturgia, en mucho discípulo y siempre admirador rendido de Valle-Inclán.

También en el 36 cumplía veinte años Antonio Buero Vallejo, el autor que, en 1949 --luego de haber sido condenado a muerte por los franquistas y ver conmutada su pena por cadena perpetua— retomaría la escena española con su Historia de una escalera, que logró burlar la censura e influir en el teatro posterior. Inclusive en el teatro mexicano que siempre ha estado pendiente, para bien y para mal, de cuanto ocurre más allá de sus fronteras.

Yo, personalmente, me confieso discípulo atento de la dramaturgia en nuestra lengua. Hace meses me preguntaba un querido amigo actor si yo era “eurocentrista”. Lo soy en la medida en que otros compatriotas vienen de leer a Faulkner, a O’Neill o a Miller, por lo que podrían llamarse “yankicentrsitas”.

Desde luego, me confieso lorquiano y valleinclaniano. Lo poco que he hecho no podría entenderse sin lo que ellos significan en nuestra lengua, ética y estéticamente, y me significan personalmente.

Y desde luego, sólo en clave esperpéntica soy yo capaz de medio entender, por ejemplo, la política de mi patria mexicana que ve cómo Arturo Núñez se convierte en el representante de López Obrador cuando fue el operador del Fobaproa, contra el cual ha elaborado el candidato de la supuesta izquierda su única idea más o menos comprensible. Otro ejemplo coyuntural: en escenario de esperpento ha estado convertido el Paseo de la Reforma el lunes 31 de agosto en que yo escribo estas líneas, y en figura de esperpento se ha convertido también Alejandro Encinas que merecía, sinceramente, papel más respetable.

Pero volvamos al año 36 que motiva estas líneas. Manuel Azaña, quien era presidente de la República española no era un ranchero, gerente de la Coca-Cola, ni un demagogo tabasqueño, ni una gris figura de la derecha. Era un intelectual de vueltos altos. Un escritor y un jurista, que creía en la fuerza de la letra y en el valor de la ley. Y aprovecho para recordar aquí un título de Roger Bartra, La sangre y la tinta, que aun refiriéndose al alzamiento zapatista, hace su siempre inteligente crítica de la violencia como método nacional-revolucionario de hacer política.

Don Manuel Azaña había entendido a Valle como pocos y aun se había anticipado a la cosmografía moderna con sus teoría de los hoyos negros. Tal vez por anticiparse no creyó en su propia descripción de lo que sería España durante varias décadas y de muchas maneras el mundo entero hasta nuestros días. Azaña decía de Valle, en 1923: “Imaginemos que el mundo se rehiciese sobre un módulo dado por Valle-Inclán. No conservaría el mundo su forma esférica. En las partes donde Valle-Inclán lo hiriese con el rayo de su fantasía, la rutilante corteza del globo, dilatándose como un flemón, tocaría en el confín de las estrellas; en otras, que Valle-Inclán desprecia u olvida, la envoltura terrestre, desinflada, se hundiría, plegándose en abismos negros”.

Pero la “fantasía” de Valle no era tal. Era el sueño de un profeta. Y aún había estructurado su teoría del esperpento –que no inventado, porque él mismo afirmaba que “el esperpentismo lo ha inventado Goya”-- en Luces de Bohemia y en Martes de Carnaval.

Pero ese año del 36, en enero, moría Valle; el 18 de julio se levantaban los militarotes de los que con tanto horror se había reído tanto; y comenzaba a luchar por la República un muchacho de veinte años, Buero Vallejo, que escribió de Valle en 1966 (¡cuánto seis, cabalistas, cuánto seis!): “Atisbar en el teatro de Valle-Inclán lo que su mirada demiúrgica tiene de humana y cómo los mitos se reinsertan en sus esperpentos (son) tareas insoslayables”.