31.5.06

A la orilla de un sueño

Mayo 26, 2006.
Litoral es la historia de un exilio y es la historia de un sueño. Es, en realidad, la historia de muchos exilios y de muchos sueños. Desde luego el exilio familiar de Wajdi Mouawad, libanés nacido en Québec, y de sus propios sueños tejidos magistralmente con los de sus múltiples personajes en un mestizaje que va del Oriente de Las mil y una noches, llevadas al extremo del dolor que produce una guerra, hasta el Occidente de la leyenda artúrica, con Batman y Robin, y, aun sin buscarlo, hasta la grotesca grandeza de un Quijote que se niega a ser otra vez Alonso Quijano el bueno.
Y es el sueño que arranca del cadáver del padre y del retorno al mar con él a cuestas. Para el autor se trata de “dar, como dice Mallarmé, un nuevo sentido a las palabras de la tribu”. Para el espectador se trata de aceptar sugerencias, a veces escalofriantes y a veces enormemente dulces, que convoquen a la propia tribu, al propio exilio, al cadáver de un padre que echarse al lomo para volver al mar.
“Simplemente le hablo en voz alta”, dice el personaje central, “a lo que todo el mundo piensa en voz baja”. Pero dice también: “Soñar siempre vuelve loco” y “lo más doloroso del sueño, es que no existe”.
Litoral es también el sueño de un grupo de actores y un director (a casi todos los cuales tuve el privilegio de conocer en el arranque), dos escenógrafas (a una de las cuales conocí en el Programa de Jóvenes Creadores), una larga serie de artistas, y de un proyecto para un espacio, el que encabezó Boris Schoemann con Los endebles, hace ya varios años para La Capilla, sala coayacanense que fue a su vez un sueño de Salvador Novo.
El trabajo actoral va de lo correcto a lo impecable, pero en todos los casos resulta ejemplar por múltiples razones. Ricardo Rodríguez, Pedro Mira, Rebeca Trejo, Miguel Angel Canto, Mauricio Garmona, Alejandra Chacón, Sharon Zundel y Marcelo Galván, asumen todos los riesgos y se lanzan en busca de su litoral más lejano. Auda Caraza y Atenea Chávez crean el espacio de un insomnio habitado por todas las figuras de los sueños que encarnan.
Y todos artistas siguen a Hugo Arrevillaga, el director, porque Litoral es también la encarnación de su propio sueño como director y adaptador. A lo largo de tres años lo ha venido permitiendo aun con muchos vientos en contra, aunque con apoyos que se agradecen en el programa de mano. Muy significativamente Boris Schoemann y Luis Mario Moncada.
Quizás Litoral signifique el exilio de La Capilla, de este grupo que, aun en el CUT, llegara con Schoemann a montar Los endebles, hace ya varios años y que, desde entonces, no se ha detenido en su trabajo de alta calidad. Al parecer el programa México en Escena, que en mucho lo permitía, desaparece sin explicaciones fuera del autoritaritismo que anida en todos los partidos que se reparten los presupuestos ahí donde gobiernan.
Y, sobre todo, Litoral no debe ser el fin para los sueños teatrales en La Capilla. Ni La Capilla debe dejar de servir a las liturgias para las cuales Novo la construyera.
Trabajos como Litoral muestran que es preciso dar continuidad a programas institucionales. No se trata, como piensan seguramente los tres candidatos, de usar los escasos dineros de cultura para cooptar intelectuales en sus entreveradas siglas. Sea quien sea el triunfador, deben rescatarse los programas que han servido para impulsar sueños como el de Litoral (Coinversiones, México en Escena, Jóvenes Creadores, por lo menos) así como fortalecer a las instituciones formadoras (en este caso a la UNAM).
Quien triunfe, no llegará con olivos ceñidos a la frente. Tan sólo habrá sido el menos malo para un pueblo harto de caciques y de grillos. Quien llegue, tampoco lo hará con un programa mínimo para el arte. Al menos que considere su deber el análisis sereno de resultados y la continuidad para proyectos que han fructificado.
Mientras tanto que los artistas de Litoral sigan a la busca del sitio donde hundir a los muertos. Que escuchen y hagan oír lo que el caballero del sueño dice casi al fin de la obra: “Aunque me sumerja en las profundidades del mar, seguiré siendo tu fuerza. Nada es más fuerte que el sueño. Él nos unirá para siempre”.

14.5.06

Días de sueño y lucha.

Mayo 12, 2006.
Christian Rivero, artista e internauta, me ha hecho saber de un lugar en la Red donde puede escucharse el programa original Para acabar con el juicio de dios, al que me referí en mi nota pasada. Se trata de www.ubu.com/sound/artaud.html. Ubu de Jarry, el Alfred Jarry cuyo nombre fue el del teatro fundado por Artaud en 1926, hace ya ochenta años. Como hace veinte, un 15 de abril, moría en París otro maldito como aquellos dos, Jean Genet, a quien pienso dedicar el próximo Pánico Escénico.
Si saben navegar mejor que yo, seguramente en ese sitio podrán escuchar mis lectores tanto los xilófonos como las voces desesperanzadas y desesperantes de Roger Blin, del propio Artaud, de Paul Thevenin y de la legendaria actriz franco española María Casares.
Mientras tanto yo paso a otro tema, doloroso también pero mucho más cercano, porque en México acaba de morir una actriz de esa misma estirpe legendaria de la Casares: Beatriz Sheridan.
Para cuando yo decidí entrar al teatro, la estrella de María Douglas comenzaba a apagarse, no en cuanto a prestigio pero sí en cuanto a presencia escénica. En cambio, Beatriz Sheridan iba construyendo su prestigio a partir de una presencia de indiscutible calidad y fuerza en los escenarios. Aun cuando no pretendiera ocupar el lugar de la Douglas, porque su propia personalidad avasallaba, los paralelos resultaban inmediatos. Hoy, por ejemplo, la equivalencia mexicana de Vivien Leigh la ocupa en mi memoria la Sheridan y no la Douglas, por Un tranvía llamado deseo. No vi la puesta de Seki Sano y vi, en cambio, varios lustros después, la de Sarrás, con Miguel Palmer como Kowalski en lugar del Wolf Rubisnky de Seki Sano.
El nombre de Beatriz Sheridan llega a mi memoria unido al de Alexandro Jodorowski y, por lo tanto, al de esa revolución teatral y moral que el chileno provocó en México, incluida, por supuesto, La ópera del orden, en la cual (y recuerdo muy bien los chillidos de quienes lo decían) golpeaban en un tambor la imagen nada menos que de Su Santidad el Papa. Ahí estaba la Sheridan junto a un grupo entrañable (Albita y Vicente Rojo están en la foto que recoge Josefina Alcázar en su libro La cuarta dimensión del teatro), formado inclusive por un muy joven Alvaro Carcaño que ahora viene a enriquecer la escena yucateca.
También Jodorowski dirigió a la Sheridan en una obra capital que este año cumple cincuenta años de escrita, Fando y Lis. Incluido algo tan menor como el título de esta columna, mucho se debe al encuentro de Fernando Arrabal con Jodorowski en este país y, por lo tanto, al estreno de Fando y Lis. Nada menos que el parteaguas del nuevo teatro mexicano, El cementerio de automóviles, viene de ahí: Julio Castillo recibió de su maestro Alexandro el texto de un actor apenas conocido por aquellos cuyos padres leían en México la revista Indice y su número dedicado al Movimiento Pánico.
Y con ese revolucionario que fue Jodorowski continuó Beatriz Sheridan haciendo el mejor teatro de eso que llamamos la vanguardia, por la simple razón de que va adelante. Y adelante la Sheridan con Jodorowski inclusive en la inauguración del Cine Diana con todo y el mural de Manuel Félguerez (quien también, por cierto, está en la foto de La ópera del orden a la que me referí más arriba).
Y un espléndido Manuel Montoro la dirigió, después, en ¡Oh, los días felices!, de Samuel Beckett. Los nombres más ilustres y difíciles de la vanguardia, para culminar con ese niño genio alemán, poeta maldito, que fue Rainer Werner Fassbinder. Nancy Cárdenas le dirigió lo que queda en mi recuerdo como lección magistral de ser humana y de ser actriz: Las amargas lágrimas de Petra von Kant.
Nancy y Beatriz Sheridan con Fassbinder y Petra von Kant son espacios de privilegio en la memoria. Días de sueño y lucha, y también de una imbatible ternura que no se va, como tampoco se van del todo figuras como Beatriz Sheridan. Restos de viaje que continúan alimentándome, tal vez para servir de herencia de, algún extraña forma, cuando todo se olvide.

2.5.06

Artaud: fenómeno celestial

Abril 28, 2006.
Un fenómeno atmosférico, “óptico-luminoso, producido por la refracción o reflexión de la luz solar en los cristales de hielo suspendidos en la atmósfera”, según explicaron los especialistas, dibujó en torno al sol un halo majestuoso, especie de arco-iris, en el hermosísimo y siempre azul cielo de Mérida. Ese cielo que es una de las razones más poderosas por las cuales escogí esta ciudad para emigrar de la eterna nube de smog que cubre mi ciudad natal, se vio no sólo hermoso sino también mágico, como si algo descendiera sobre nosotros o, más aún, como si alguna puerta se abriera entre espacios cósmicos naturalmente incomunicados.
Pues este halo alrededor del sol, un poco temible y otro poco deseable, se abría sobre mi cabeza mientras releía yo Para acabar con el juicio de dios, de Antonin Artaud, con objeto de concluir mis notas a propósito de la edición mexicana de Arsenal Editores, que encontré recientemente en una librería.
Los jóvenes de la Universidad en la que doy algunas clases salían a los pasillos para no perderse un fenómeno mucho más simple que la sensación íntima, revulsiva, de inconsciente colectivo, que producía en los rostros. Mientras tanto, en la cafetería, leía yo estos versos medicinales de Artaud: “...tenemos que desnudar al hombre / para arrancarle ese microbio que lo pica / de forma mortal / dios... / Entonces podrán enseñarle a danzar al revés / como en el delirio de los bailes populares / y ese revés será / su verdadero lugar”.
La puerta abierta en el cielo, ¿lo estaba hacia el mundo del revés..? ¿El que deseaba Artaud..? Y, al cruzarlo, ¿podríamos extirpar a ese microbio que es dios para Artaud, y, tal vez, encontrar a ese Otro que es dios para mí..? No sé. Sólo puedo aprehender dos conceptos a partir de los versos. Uno: la crueldad que Artaud propone para su teatro, consiste “en extirpar por la sangre / y hasta la sangre a dios, al azar / bestial de inconsciente animalidad humana / en cualquier parte donde se le pueda encontrar”. Dos: “lo que se dio en llamar microbios / es dios. / ¿Saben ustedes con qué hacen sus átomos / los rusos y los norteamericanos? / los hacen con los microbios de dios...”
Mientras el cielo juega hoy con nosotros, yo leo el poema radiofónico Para acabar con el juicio de dios que Artaud escribiera, hace sesentas años, casi dos antes de morir, para María Casares, Roger Blim y Paul Thevenin, y que fue obviamente censurado. Mientras veo el infinito exterior, leo cómo el genio maldito nos increpa: “un buen día el hombre detuvo la idea del mundo. / Se le ofrecían dos caminos: / el infinito exterior, / el ínfimo interior. / Y eligió el ínfimo interior, / donde sólo hay que estrujar / el bazo / la lengua / el ano / o el glande. / Y dios, dios mismo / aceleró el movimiento.”
¿Corresponde, pues, mirar ahora en el cielo ese su ombligo que es el sol orlado, o ese ano, para continuar con la idea de Artaud en la parte escatológico del texto, La búsqueda de la fecalidad, o corresponde volver a una teatralidad basada en vender al pequeñoburgués unas cuantas píldoras de psicodrama inofensivo?
Valdría la pena escuchar esa grabación que, a pesar de no salir al aire, se hizo en su momento. Tres voces extraordinarias, unidas a la del propio Artaud y “el aporte de las sonorizaciones y xilofonías que ni siquiera los teatros Balinés, Chino, Japonés y Cingalés contienen”, en palabras del poeta. Seguramente hay en México quien tenga la grabación y muy probablemente en el espacio virtual podrá encontrarse. Pero, sobre todo, vale la pena leer y releer un texto capital que los editores mexicanos pusieron en circulación recientemente. La edición nos permite conocer lo que dicen Deleuze y Guattari: “En Para acabar con el juicio de dios, Artaud define la estrategia de su rebelión: la manufactura de un cuerpo sin órganos. Es decir, una liberación de la atadura física de la carne y su organización, hegemonía absoluta y germinal de todo dominio...”
Enfermo mental o místico salvaje en la estela de Rimbaud, Antonin Artaud, sesenta años después de haber escrito su texto parece mirarme como a un pobre fenómeno humano al tiempo que yo miro hacia el fenómeno celestial, temible, sí, pero también entrañable, que algo quiere decir con el sonido inaudible de sus “cristales de hielo suspendidos sobre la atmósfera”.