29.3.06

Recuperar la compasión

Agosto 20, 2004.

Estoy convencido de que nunca, en ningún aspecto de la vida sobre la tierra, un encuentro es casual. En la vida humana, los encuentros conforman las líneas del único diálogo posible con una voluntad a la que llamo Dios, aunque pueda ser llamada como sea. Y sólo en ese diálogo puede hablarse de historia. Nada es casual, ni encuentros ni reencuentros, ni siquiera desencuentros, porque la libertad reside en mis respuestas.
Por esta certeza siempre he cuidado cada encuentro, pero mucho más desde la caída de todas las certezas compartidas.
Terminó el Segundo Milenio y yo, entre muchos otros, lo despedí como al milenio cruel: en mi segunda mitad de siglo XX se lanzó la bomba atómica (hace 59 años mientras esto escribo) y la guerra dejó de ser solamente brutal para volverse helada, irreprochable y, en el peor sentido de la palabra, sádica. Se abrió el siglo XXI del Tercer Milenio y muchos pensamos que ya no era posible superar aquello, pero la caída de las Torres Gemelas vino a enloquecernos con mayor violencia.
Y me encuentro con un diálogo que parece escrito hoy: “Al principio parecía que iba a ser suficiente con un centenar de muertos; pero luego se vio que ni siquiera con millones sería suficiente y hoy ya no podemos ni contarlos: tantos hay por aquí, por allá, por todas partes..”
Es un diálogo de Marat que escribe en su tina (“¿Y qué es una tina llena de sangre en comparación con toda la que tiene que correr aún?”). Es Marat protagonizado por un paranoico en la puesta en escena del Marques de Sade de su asesinato a manos de Charlotte Corday (biznieta de Corneille, comme il faut) en el manicomio de Charenton. Un diálogo del invencible texto de Peter Weiss (Marat/Sade) escrito hace hoy cuarenta años.
Y ante la sugerencia de una obra estudiantil reviso Marat/Sade, como suelo encontrarme con los vivos y los muertos, para oírlos hablar en mi propio aquí y en mi propio ahora. Marat-Sade me increpa y nos increpa a todos inclusive más que hace cuarenta años porque Weiss fue un profeta.
Veo en las noticias cómo se reproducen nuevos actos de terrorismo islámico y vuelvo la mirada al diálogo de Marat: “Lo que sucede aquí nadie puede pararlo. Estos hombres han sufrido demasiado antes de esta venganza. Ustedes sólo ven esta venganza sin pensar que ustedes mismos los han llevado a ella. Ustedes lloran hoy, con un sobresalto de justicia, la sangre derramada.” Y pienso también en la violencia de nuestra capital tercermundista de la cual soy un tránsfuga.
Llega entonces el Marqués de Sade a definir, desde cuarenta años antes, lo que hoy es mi 2004: “Aquello era una fiesta que hace palidecer a todas las fiestas actuales. Condenamos sin ninguna pasión. Ya no hay bellas muertes individuales ofrecidas en espectáculo. Sólo queda una rutina mortal, anónima, por la que pueden ser pasados pueblos enteros con un cálculo frío, hasta el día, por fin, en que toda la vida sea asesinada. La compasión, Marat, es patrimonio de los privilegiados.”
Participo en el diálogo y me niego a aceptar. No estoy de acuerdo con el divino Marqués ni con Peter Weiss: no hay compasión en Bush, ni en Sharon, ni siquiera en Bin Laden, ni en la estupidez que nos gobierna sea del PRI, del PAN o el PRD, y ellos son los privilegiados. La compasión no es un privilegio, es un dolor que nos hace falta en la boca del estómago. Compartir el pathos del otro, sea quien sea. Revivir en la propia carne su agonía.
Esa compasión nos hace falta a todos: la perdimos hace 59 años (mi edad) en Hiroshima y llegamos sin ella a la vuelta del milenio.
Voz, teatralmente desdoblada en otras voces, Peter Weiss, quien murió en 1982, vino desde su texto de 1984 a enfrentarme con la lívida frialdad ante la muerte del Marqués de Sade, en un extremo, y con la justificación de la violencia revolucionaria de Marat, en el otro. Las condiciones de este encuentro de voces con la mía es mucho más cercanas hoy que hace cuarenta años, cuanto se venía gestando la explosión del 68 que me estructuró moralmente junto a muchos otros de mi generación.
Si en aquel entonces lloré y aposté por Jean-Paul Marat, el revolucionario radical, el Cristo desangrado en su bañera, hoy me estremezco como Charlotte Corday porque me encuentro equidistante de formulaciones de aristócratas cínicos y fríos o de ultras que recuperan violencias totalitarias. Como Charlotte Corday, con el puñal en mis manos, metáfora de las propias e insalvables culpabilidades de los testigos-cómplices, hago mío este texto de Weiss: “¿Qué ciudad es ésta? ¿Qué calles son éstas? ¿Quién ha imaginado todo esto para enriquecerse con ello? He visto a comerciantes por todas las esquinas vendiendo guillotinitas de cuchillas cortantes, chiquititas, y muñecas llenas de un líquido muy rojo que les brota del cuello cuando las decapitan. ¿Qué niños son esos que juegan a esos juegos? ¿Y que niño pronuncia las sentencias?”